Por DAMIÁN PUSSETTO
Especial para FÚTBOL MUNDIAL
Seguramente sonrió esa mañana del 3 de noviembre y extendió su mano amiga a cada uno de los que lo acompañaron en el último trance en Cleveland, Estados Unidos. Debe haberse despedido con cortesía avisando que su ya débil corazón no resistía más, a pesar de los cuatro by-pass. Poco antes de cumplir 70 años, Alberto Pedro Spencer Herrera, dijo adiós y se fue a instalar en el panteón de las leyendas, donde tenía un lugar de privilegio asegurado desde siempre.
Las primeras lágrimas brotaron en Ecuador y Uruguay, sus dos patrias, y enseguida se esparcieron por América para comenzar a extrañar al máximo goleador de la Copa Libertadores con 54 conquistas, al caballero, al diplomático, al emblema de una época dorada que se añora.
Nacido en Ancón un 6 de diciembre de 1937, deslumbró en el modesto Everest y llamó la atención de Peñarol de Montevideo, en el que se presentó en 1960 con cuatro goles al Jorge Wilsterman de Bolivia. Allí marcó 48 goles en la Copa, completando su cifra con seis más en el Barcelona de Ecuador.
Ocho veces campeón uruguayo, tres de la Libertadores (1960, 1961 y 1965) y dos de la Intercontinental, en 1961 frente al Benfica de Portugal y en 1966 ante el Real Madrid. 519 ocasiones aurinegro con 326 festejos, en 1971 fue repatriado a su tierra por el popular Barcelona Sporting Club y también dio la vuelta olímpica impactando 18 veces la red. Ya antes de viajar al Río de la Plata había registrado 101 goles para Everest.
Tanto lo quiso Uruguay que se puso la celeste para defenderla en 1964 cuando en Wembley derrotó a Inglaterra por 2 a 1. Sólo aceptó el convite en otros cinco amistosos y declinó hacerlo oficialmente, por respeto a su país natal ya que jugó en su selección once encuentros.
En 1973 colgó los botines y retornó a Montevideo, donde sus dones de buena gente lo llevaron a convertirse en cónsul del Ecuador hasta el final de sus días. Querido y respetado, acaso las conmovedoras escenas recientes demuestren el cariño que la gente común le profesó.
Su cuerpo fue trasladado a Guayaquil, donde se le rindió homenajes en los que participó el presidente de la república, Alfredo Palacio, la directiva del Barcelona anunció que impondrá su nombre al estadio del club y, ya en Montevideo para el descanso eterno, el fervor popular a modo de tributo a su ídolo quedó exhibido en el palacio Peñarol.
“Hoy despedimos a un grande entre los grandes”, afirmó el dos veces presidente uruguayo, Julio María Sanguinetti, antes de que los aplausos tapasen su voz. “Alberto era poseedor de un estilo y sello irrepetible como futbolista pero sobre todo fue un caballero del deporte, un grande dentro y fuera de los campos que tuvo adversarios pero ningún enemigo”, agregó.