lunes, 3 de noviembre de 2008

Serás lo que debas ser

Este es el cuento premiado y publicado en Rosario.

Se levantó temprano esa mañana, apenas dejó que el agua tocase su cara, un escueto paso del cepillo por los dientes y las manos que descendieron pesadamente bajo el chorro frío. Perdió varios minutos en la escena, mientras observaba sus largos dedos y recorría el contorno desalineado. Después dejó balancear las muñecas para que el líquido huyera. Cuando tomó el jabón, Luisa, su mujer, ya refregaba lagañas frente a él y preguntaba obviedades.

-¿Estás nervioso?, ¿no podés dormir más?

Mil vueltas en la cama, sueños agitados y sudor frío en pleno verano habían advertido a José Alberto Carricat que su descanso terminaba. Resolvió no contestar, al tiempo que musitaba sin mirarse al espejo: “La presencia de Pepé Santoro, el atrevimiento de Amadeo Carrizo, la elasticidad de Antonio Roma”. Luisa, acostumbrada a “la trilogía perfecta” tanto como al desdén de su marido, se metió de prepo para arreglarse lo exiguo antes de poner la pava y apurar unos mates breves. En el cuarto dormía Mercedes, la beba que unía sus adolescencias y los obligaba a jugar compases de gente grande, desgastando veinte años apenas estrenados.

Los dos se sentaron en la cocina. Él aceptó cuatro mates, tres bizcochos y dos recomendaciones. No tenía espacio para destinarle a una discusión doméstica. Escuchó, fingió asentir, saludó con un beso en la frente y se fue a buscar la tranquilidad necesaria para afrontar la final de la tarde. “Yo me quedo con la gorda acá, nos vemos a la noche”, dijo ella. Él asintió.

Se fue decidido. Tenía completa seguridad sobre cada situación que estaría forzado a transitar ese día y fue a cumplir con la primera. Su padre, José Manuel Carricat, lo esperaba en la ferretería desolada de domingo mañanero, con una segunda ronda de mates y “las medialunas del campeón”, como dijo Ana, la panadera que todavía conservaba, alimentaba y abrigaba la ilusión de enamorarlo. Caminó tres cuadras para llegar al negocio familiar. Horacio, el kiosquero, le había regalado el diario y comentado el sacrificio entregado al equipo de sus amores a modo de caminata hasta Luján. Tras dejar la avenida para evitar más contactos, se le apareció Cecilia –aquella novia del Primario- y le susurró cuánto esperaban todos de él. Inexorablemente debía conducir al Sportivo hacia la consagración y luego confiar en que algún dirigente de un club en serio se lo lleve hacia triunfos mayores. A él le costaba entender que en los barrios es inevitable inundar de laureles o derrotas. Si atajaba bien todos saldrían campeones y por eso se ilusionaban con “saludos para mi pueblo” desde la cima en Madrid, París o Roma.

Fue en busca de refugio entre tornillos y se encontró con un padre que ya conocía. Cincuenta y tantos años denunciados en una cadera que se aquietaba. Sus movimientos costaban cada vez más esfuerzo y acaso el pasado de hombre atlético exclusivamente se exponía en manos enormes y una voluntad de acero. La boina, de rigurosa pulcritud, brindaba anonimato a sus canas y olvido a los pelos que ya no estaban.

-Josecito, estuve estudiando a los de Juventud y no tienen un carajo. No hay forma de perder. Tenés que fijarte que el 9 no cabecee porque los centrales nuestros son dos enanos de circo. Salí siempre en los corners. Jugáte. Hoy tiene que ser tu día.

La cabeza hacia arriba y luego abajo fue su respuesta invariable. En definitiva, nunca se había opuesto a nada que viniese del “viejo”. Lo adoraba, le temía. De pronto, lo dejó en soledad con su discurso y comenzó a recordar sin querer las historias tan repetidas. El ferretero no era otra cosa más que la deformada creación que la necesidad forjó tras la debacle de un incipiente arquero español. José Manuel subió a un barco con 14 años dejando atrás el hambre y los sueños y se juró vivir para que su hijo no pasase por situaciones similares. José Alberto llevaba grabada cada jornada de su padre en Argentina como espadas que lo torturaban. Tanta privación, tanta quimera desechada, tenía que ser redimida y eso le pesaba. Casi lo asfixiaba. El serpenteado camino de rodillas enrojecidas, tardes frías de codos raspados, manos latientes y doloridas, parecía mostrar el final. Un futuro de locutores alargando a gritos su apellido, coquetea y se presenta en formas difusas. Él se deja sostener en el aire, se estira más allá de lo posible y alcanza a dominar la pelota para que descanse a su abrigo. Entonces escucha en sueños y se ve enorme dominando el arco, el área... El destino, también.

-Recordá salir largo, estirado, sino no le achicás el arco.

El catalán no paraba. Estaba a horas de su partido y confiaba en que preparaba a su hijo para la gran batalla cargándolo de consejos.

-No te pongas nervioso porque eso se nota y te prueban de cualquier lado. Vos sabés que después alguna pasa y nosotros somos un equipo de 1 a 0 y a aguantar. Si nos embocan primero, cagamos. Ahora, cuando vayas a saludar a mamá, pedíle que te dé unas bananas que te separé porque en el almuerzo en el club no vas a comer nada. Esa manía que inventaron de almorzar todos juntos es una mierda. Ya sé, ya sé, vos me explicaste que el grupo se une, que el técnico controla que nadie se exceda con el vino y todo eso, pero te matan de hambre. Unos fideítos sin salsa, una fruta, unos partidos de barajas y al campo de juego. No, José, llevate las bananas, aunque sea. Comételas a buen resguardo para que no te vean. Igualmente, qué van a decirte, si vos no estás en el arco, este equipo ni llega a la final ¿estás tranquilo?

Aseguró que sí, aún desconociendo qué sentía. Un cosquilleo molesto le daba muestras de sus nervios, no obstante, se convenció de que se trataba de un simple malestar estomacal.

-Olvidate, como te dije siempre, de las pavadas que se dicen de los arqueros. Golero, toda una vida tapando agujeros, el puesto del bobo, del gordo, y todas esas macanas. Si vos estás bien, son campeones. En las definiciones por penales seguro que todos corren para gritarle bobo al arquero ¡Mierda! Van a abrazarlo y a agradecerle. Somos únicos los arqueros. Únicos.

Saludó a su padre con un ademán, prometió volver y siguió viaje hacia su madre. Por supuesto, las bananas estaban esperándolo junto a fotos de su niñez, de su padre vestido de arquero y la gorra española que acompañó a José Manuel en su carrera trunca. Mamá Gladis limpiaba lo que ya estaba limpio y apretaba un repasador para que se lleve las tensiones. Él la abrazó y cubrió casi por completo. Luego, se sirvió de todo y volvió a la calle para caminar despacio. Se arrastró hasta lo de tía Obdulia. Beso beatificante y un “buena suerte” para sumar.

En el café, los muchachos lo notaron demasiado callado y concluyeron, sin decírselo, que “estaba cagado”. Se preocuparon por la fortuna del Sportivo y pensaron en los peores pronósticos. “Yo me mudo”, aventuró el petiso Christian. “Imaginate a los maricones del Juventud gastándonos un año y, encima, viajando a Mar del Plata para la final provincial. No, viejo, me mudo a Catamarca”. Las risas los calmaron, pero José Alberto ya no estaba. Antes de llegar al club, pegó la última vueltita por la ferretería. Abrazos mojados, palmadas y “vaya a hacer lo que sabe” oficiaron de despedida.

En el club disfrutó del primer instante de paz. Al menos todos estaban en la misma situación y la compañía le dio confianza. Después de la comida, que pasó frente a sus ojos sin ser tocada, le ofreció las bananas al ropero González que no lograba llenar su físico de back central con la vianda servida y comprada gracias a la colecta que esta vez había sido escasa. Se quejaba el defensor porque una parte de lo recolectado se invirtió en fuegos de artificio que “duran un segundo” y los estómagos rogaban –según él- por alimento.

La espera fue insoportable. De haber dispuesto camas, muchos hubieran intentado una siesta, pero el club es definitivamente pobre en espacio y los jugadores se vieron las caras en el buffet, sin saber qué hacer para gastar el tiempo. Algunos le dieron al truco, otros al ping-pong y la pareja de delanteros Fernández-Baratucci se alzó con el torneo relámpago de metegol. José Alberto los miró con los ojos perdidos. Pensaba, repasaba las lecciones, imaginaba el partido sin poder abstraerse de esas ideas. Cerca de las 3, se puso de pie y solicitó permiso para tomar un café. Le fue concedido con la condición de que lo hiciera en la cocina, junto al tanito Ferracutti, que cortaba zanahorias para la “ensalada de los campeones”, que acompañaría al “asado de los campeones”, que se debía estar listo aún sin saber el resultado, pues “la noche de los campeones” no era posible organizarla de un momento para otro. Aceptó un cigarrillo que el anonimato le habilitaba y observó la velocidad del improvisado cocinero, quien pifiaba con asombrosa suerte pues conservaba sus diez dedos de pura casualidad.

-Hay tiempo, tano. Dale más despacio –intentó tranquilizarlo sin demasiada convicción-.

-Dejame que me tranquilizo así. No puedo creer que estés tan pancho vos que sos uno de los que va a salir a la cancha.

Un atisbo de sonrisa fue toda la explicación que se dispuso a dar. No tuvo tiempo para más y estrujó la colilla en el viejo cenicero de chapa para acudir al llamado del director técnico. “¡Charla!, ¡reunirse ahora en el buffet!¨ Entrenador hecho a los tropezones, Carlos Pico atravesaba los 60 años con varias frustraciones a cuesta y se jugaba la partida de su vida. Era, quizá, la última chance de mostrarse ganador, de pasear por el barrio con la frente alta y la ropa igualmente vieja, de animarse a pedirle a Liliana, la piba de siempre, que fueran a juntar sus soledades. Creyó estar en todos los detalles, se convenció de tener las palabras justas, habló vaguedades a los gritos por 45 minutos y garabateó en un pizarrón manchado. La llegada del ómnibus frenó la perorata.

Los pobretones del Sportivo se marcharon en micro desandando apenas 800 metros. Si hasta perdieron más tiempo en subir y bajar que en la marcha. De todos modos, eso trajo aparejada una despedida con griteríos y banderas y una bienvenida todavía mejor que los mismos hinchas se prodigaron tras correr el trayecto a pie. Entraron con el pecho inflado luego de tanta euforia y antes de que la cumbia tapase todo, escucharon claramente el grito de guerra “Sportivo, vencer o morir”. La argucia pergeñada por Pico parecía comenzar a mostrar eficacia y sonrió ladeado, feliz por haber insistido tanto con la idea del traslado.

Ya en el vestuario, José desarmó pausadamente su bolsito y ni siquiera reaccionó cuando lo chicanearon llamándolo “gallego”. Cualquier otro día hubiese tomado del cuello a quien se lo dijera y aclarado, “catalán”, entre ladridos. Sin embargo, la dejó pasar, no le importó. Se vistió segundos antes del calentamiento y seguramente no escuchó el aliento de quienes lo vieron trotar junto a sus compañeros al lado de la pileta. Los de Juventud hacían lo mismo a la vista de los suyos y el duelo se dio por iniciado con esos esfuerzos de las gargantas.

José Manuel simplemente se irguió para ver la cara de su hijo. Se sentó luego, se refregó la cara, acomodó la gorra y le mintió a Gladis.

-¿Lo viste bien? –lo consultó ella-.

-Perfecto. Mejor que nunca.

Al cabo de eternidades que los neutrales hubiesen jurado fugaces, salieron a la cancha los dos equipos juntos. Tras la explosión esperada y el sorteo, José Alberto Carricat se fue para el arco con el coro de “no te pongas chivo si nada entra en el arco del león del Sportivo”, que le dedicaron los 400 vecinos. Desde detrás del alambrado lo saludó Roberto, su amigo fiel, quien subió el pulgar derecho. Mamá y papá continuaban sentados y levantaron las manos para que los ubicase con la vista.

Rápidamente comenzó a descubrir las ficciones cariñosas de su padre. Los rivales no eran troncos como le aseguró haciéndole guiños a su ánimo y su desvencijado conjunto descubría todas las falencias. Cotidianamente acumulaba méritos para integrar un listado con los peores equipos de fútbol de la historia mundial. Sus propios integrantes solían mofarse de ellos mismos cuando alguien les tomaba fotos o los filmaba. “Que no queden registros”, decían. Cierto es que aquel horror disfrazado de defensores, wines y delanteros se daba ánimo con una canción que recitaba todas las falencias notorias, pero terminaba con una advertencia. Cantaban, en referencia al penoso Sportivo, que "cuando se calienta, se para de guapo y le rompe el culito a cualquiera". Y así fue, pues con el corazón, la solidaridad y el valor por todo equipaje, se daban el gusto de visitar una gloria que, a pesar de que los cortejaba y se esfumaba, los tenía por invitados.

Pero José tuvo que volar a derecha e izquierda en los primeros cinco minutos para evitar una derrota que empezaba a sonar inevitable. Sus compañeros no tocaban la pelota. Discutían y echaban culpas sin mirar hacia el banco de suplentes, pues sabían que el técnico los confundiría más todavía.

En un alto, antes de un tiro libre, se le acercó el ropero y le pidió respuestas al entrenador.

-Hermano, el técnico sos vos. Porqué no empezás a gritar un poco que nos están pegando un baile de novela. Hacé algo, la puta que te parió.

-¿Querés que te saque? No te hagas el boludo. Si vos no la ves ni cuadrada qué mierda querés que haga.

El ropero se alejó con promesa de venganza a los golpes demorada por unas horas nomás y el diálogo escuchado en todos los sectores del estadio enfrió a las bulliciosas hinchadas. Unos porque se comían las uñas ante cada intento frustrado y otros pues aventuraban un final funesto.

-¡Antunes!, ¡Antunes! No se preocupen que hoy no entra una, pero hagan dos pases seguidos bien, la concha de la lora.

-¿Qué querés si estos deben estar falopeados? ¿No ves como corren?

La confusión invadía al seguro Carricat y al cerebral Antunes. Tal vez por eso el viejo catalán disfrutaba en la tribuna. Sabía que, ante la presión, su hijo respondería y sin importar el resultado la figura iba a ser él. Ya no le interesaba el campeonato. Al término del primer tiempo, el nene había atajado más de quince tiros difíciles y dejó a Gladis sola para buscar al dirigente de River que, invitado por un proveedor de arandelas, estaba allí a la pesca de figuras. Sobresalía por su traje de marca y el brillo de sus zapatos. Cabellera caoba de buena tintura y dos compañías que lo seguían con tesón y se esmeraban por conseguirle todo lo que pedía sin detenerse.

-¿Y?, ¿Qué me dice del pibe? –Lo inquirió el viejo cuando fingió topárselo casualmente-.

-Tiene condiciones. Es atlético, se ubica bien, pero River no es para muchos. Tendríamos que probarlo bien –contestó elegante el cazatalentos-.

-Cuando guste.

-Mire, dejemos que termine la final y el lunes hablamos. No creo que esté para entrenarse con la Primera, yo lo mandaría a la pretemporada con la Cuarta en Tandil y si todo va bien, lo fichamos y que después decida el técnico de la Tercera. En el peor de los casos, está un año en Cuarta y pica después para otro club más chico. Tenga en cuenta que con veinte años no hay mucho tiempo a su favor. Hay pibes de 17 que piden Primera a gritos.

-Discúlpeme, pero deben ser delanteros. El arquero necesita madurez. Créame que este es un puesto de especialistas y sólo los arqueros sabemos de arqueros.

-No tengo dudas. Aprecio su visión y la tendremos muy en cuenta. Se lo garantizo.

La emoción no le dejó contestar al viejo ferretero. Mientras volvía al lugar al lado de su mujer imaginó portadas de diarios, copas, vueltas olímpicas y porqué no, al nene defendiendo los colores de la selección, la argentina, claro, y si le ganaba algún partido a la española, mejor, pues aquellos lo habían destinado a él a este presente de comerciante, aunque si el Barcelona pedía precio, “¡qué bueno sería verlo en el Camp Nou!, pero mejor que termine este partido sin hacer cagadas, que se consagre y desde el lunes vemos, y me callo ante la Gladis y no le hago ni un solo gesto al Josecito y que todo siga como hasta ahora, a sentarse en el mismo sitio, cruzar los dedos y ahuyentar al demonio a la puta calle”.

En el segundo tiempo el asedio de Juventud se pronunció. Los quince minutos de descanso no habían reparado ninguna grieta. El discurso del técnico Carlos sumó confusión y el equipo prolongó la patética caricatura de sí mismo. Los once titulares se juntaron en la mitad de la cancha antes del reinicio buscando ponerse de acuerdo, no obstante, en las manos de Carricat únicamente descansaban los últimos destellos de un sueño de campeón que se diluía.

Justo cuando mandaba la pelota al decimoquinto corner en contra, se acercó hasta el viejo José un enviado de Boca con una propuesta similar a la de River. Hinchado de orgullo, el arquero frustrado casi no le respondió. Guardó su tarjeta pegada con la anterior y le explicó a Gladis que “en ese equipo de tanos quizá no sepan valorar al nene”. En realidad, el azul y rojo de San Lorenzo lo tenía atrapado desde que pisó Buenos Aires y vio la camiseta igual a la de su barca, defendida por otros jugadores en el estadio de Avenida La Plata. Esa decisión la había tomado antes de argentinizarse y permanecía arraigada en el fondo de su corazón, bien atrás del rencor profesado a su patria de origen. Solía renegar contra la España que lo había expulsado, pero se horrorizaba imaginando a su hijo en “el club de los tanos”.

Alejado de esos devaneos, José Alberto trepaba a categoría de héroe con atajadas que seguramente repetirían con tono de leyenda los descendientes de quienes miraban el choque. A izquierda, a derecha, arriba, abajo, centros, tiros libres, nada quebraba la resistencia del enorme arquero. Ni las matas de pasto que daban un trayecto antojadizo a la pelota lograban complicarlo. Y José Manuel pitaba su puro con enorme tranquilidad en la tribuna. Lo rodeaba el espanto, el temor y la resignación de quienes se veían perdidos... pero él los calmaba. “Tranquilos, esto es 0 a 0 y vamos a penales”. La definición que espantaba a todos de sólo pensarla lo animaba a él pues apostaba por el hijo y confiaba en que “algún patadura” embocase un penal.

En tanto, e Flaco Osvaldo ya mostraba señales de cansancio en su rol de referí y pensaba que el partido se había dado al revés de lo previsto. De lunes a sábado él era heladero y tenía que conservar la buena relación con todos los vecinos por la salud de su negocio. El cálculo previo le daba como mejor resultado que uno de los dos equipos tomara mucha ventaja para quedar exento de reclamos, y ahí estaba, adicionando el cuarto minuto para ver si se animaban a ponerse 1 a 0, dejarse de joder ,y poder ir a preguntarle a los tres pibitos repartidos entre el público cómo había andado la venta. Aprovechó el ingreso del mudito Sandoval, que pateaba como un caballo, adicionó otro más y rezó por un gol.

La pelota la tenía Carricat. La picó tres veces mientras le hizo gestos a todo su equipo para que saliera en bloque y que cruzara la mitad de la cancha. “Ropero, llevátelos a todos”, le gritó antes de patear con los ojos cerrados buscando fuerza. Picó detrás de la línea del medio y el recién ingresado la agarró antes de que se aquietara para ponerla de derecha sobre el área de Juventud. Desde los 5 minutos de ese segundo tiempo la pelota no visitaba ese sector. De todos modos, el zaguero Pérez la bajó de pecho mientras levantaba la vista eligiendo destino, pero tropezó y ahí estaban las ínfulas de Sandoval que lo obligaron a un despeje que no pertenecía a su estirpe. Corner, el primero para Sportivo en toda esa peleada final. El juez había decretado el adicional y todos se aprestaban para los penales, sin embargo, el fallido obligaba a prestar atención nuevamente, a implorar, a tensar los músculos.

-Rechaza la defensa y nos vamos a los penales -dijo don José en la tribuna-.

-Uno con cada uno que todavía no terminó -ordenó el técnico de Juventud-.

Mientras el cansado wing derecho iba a la esquina como condenado al patíbulo, en el área volaban manotazos y empujones. El juez llamó a los capitanes y les advirtió que no le temblaría el pulso para sacar tarjetas. No alcanzaron a oír que luego agregó en voz muy baja: “no me enganchan más para esto”.

El presidente de Sportivo se fue al bar acobardado por las recomendaciones escuchadas en sus visitas recientes al cardiólogo. El tren carguero que corre detrás de la cancha detuvo su marcha. Al menos todos creyeron verlo quieto. De pronto, José Alberto comenzó a correr. Cruzó la mitad de la cancha y un pálido Carlos Pico intentó detenerlo con un hilito de voz: “Estás loco, queda tiempo para el rebote y nos embocan de contra”. José siguió, empujó al ropero que lo tuvo unos segundos sujetado por el cuello y se paró en la puerta del área de Juventud. Ni miró hacia la tribuna pues adivinó la reprobación de su padre. Sus hinchas se dividían entre los que lo condenaban y los que abrían los ojos hasta unir las cejas con el nacimiento del pelo. Ordenó que venga el corner, la vio venir justita, ni miró si lo marcaban, no esperó, dio tres pasos y saltó, seguro de que el balón lo buscaba a él como un destino atávico. Que chocase con su frente era una simple cuestión de tiempo y estaba decidido a esperar, elevado en un aire cómplice que lo sostenía para que realice su obra con comodidad. Vio la blancura a centímetros de su cabeza y después, ya cansada, dentro del arco. Pisó apenas el pasto y corrió desesperado hacia el alambre, aún antes de sentir que empezaba a ser campeón. Buscó frenéticamente a su padre que se tomaba la cabeza y justo antes de que todos reaccionaran y pudieran gritar por rabia o alegría, alcanzó a decirle tres palabras llenas de odio, cariño, reproches y gratitud.

-¡Arquero las pelotas!-, aulló entre lágrimas.

FIN